Era una noche de verano, en un callejón de esos que parecen que han existido por siempre. Rodeado de partes traseras de edificios vacíos casi derrumbados, de una época anterior. Con un cielo despejado y negro por techo, iluminado por un sinfín de estrellas, con ese característico suelo de adoquín del siglo pasado y un olor a humedad, óxido y herrumbre…
Ahí, en una de las puertas clausuradas y todas apolilladas, estaba ese nudo de carne y huesos que, más que verse, olía. Con unos zapatos que se empeñaban en existir, sin calcetines, pero con unos pies tan ennegrecidos que parecía que llevaba puestos unos de lana negra; un pantalón que era un remiendo sobre otro, no se podía ver si vestía alguna camisa porque lo cubría casi por completo un abrigo de lana gruesa que, por toda la mugre y suciedad, tenía una capa impermeable a la humedad… Su pelo, ya cano, era una maraña de grasa y suciedad en donde aún había algo, porque era parcialmente calvo. Su cara parecía haber sido atropellada por el tiempo, le adornaban un par de espejuelos torcidos. A su lado, se encontraba un bombín, extrañamente en buenas condiciones, aunque un poco desgastado, y un maletín de cuero, como un portafolio de los que se usaban a principios de siglo.
Era un mudo testigo de la vida, un despojo de los que no encajan en ningún sitio, quizá. Solo podía seguir existiendo porque a un Dios egoísta y con un chocante sentido del humor se le daba la gana que siguiera sufriendo la miseria y soledad antes de dejar este mundo.
Cada mañana, al despertar de su “suite” en el callejón perdido, salía a dar una vuelta, a buscar algún baño público que pudiera utilizar y beber un poco de agua, alguna vez encontraba un alma caritativa que ya sea por bondad o asco le daba unas monedas para que tomara un baño. El agua y jabón en realidad no hacían gran diferencia, no lograban penetrar esa armadura de suciedad, mugre e indiferencia que cargaba en su cuerpo.
Se dirigía al sector de restaurantes y cafeterías en el tiempo de verano y a los mercados municipales el resto del año a ver si encontraba sus sagrados alimentos… Como lo ha supuesto correctamente a los basureros de dichos lugares.
Siendo un paria, goza del superpoder de la invisibilidad, nadie lo ve en realidad, nadie lo nota y mucho menos le dirige la palabra.
Cuando su cuerpo cansado no aguanta más, se queda sentado en alguna acera, coloca su bombín a su lado, de cabeza para que haga las veces de una red, tratando de atrapar la atención y unos centavos de los transeúntes que están demasiado ocupados viendo sus teléfonos inteligentes, hablando de sus logros y proyectos en la vida.
Cuando logra reunir lo suficiente para una taza de café se enfrenta a otro problema, nadie lo quiere dentro de una tienda. No logra comprar su café la mayoría de las veces porque es demasiado ofensivo para entrar a una cafetería o a un simple estanquillo que pueda venderle lo que él desea.
Así es el diario vivir de este personaje, él es solo uno más de los que sin importar su condición económica y estatus social, son unos inadaptados, aunque en realidad la pasa bastante peor a muchos que simplemente pueden padecer de depresiones, pero tienen un hogar, un trabajo y son “funcionales” en la sociedad, ¿o no es así?
Este “hombre” Vive en una ciudad privilegiada, con una pujante economía, desarrollada y con muchos matices dentro de sí misma, una metrópoli en donde hay sectores financieros prometedores y a unos pocos kilómetros una bella playa, un puerto con pequeños negocios y mucho turismo. Un lugar donde se conjugan una rica historia de arte, arquitectura y lo moderno del siglo XXI.
Los días en que su ánimo se lo permite y las autoridades no lo sacan, va a dar una vuelta a la playa, mira a los turistas y a las familias lugareñas pasar un buen rato, sin envidia los observa. Siente el aire salado y lo saborea como si fuera un platillo gourmet de esos que sirven en los restaurantes cinco estrellas situados a lo largo de la avenida frente al mar. Algunas veces corre con suerte y algún viajero filántropo le compra un sándwich de atún o mortadela porque es a lo más que puede aspirar un indigente como él.
Siempre con su abrigo cerrado, a pesar del caluroso clima, como escondiendo la vergüenza de su cuerpo, con su bombín y llevando su portafolio, si uno se fija bien, se le puede ver caminando en la avenida a la par de los veleros y yates que atracan en el muelle del lugar.
En el otoño es mucho más difícil notarlo porque todo el mundo le copia el atuendo. Media ciudad sale con sus sombreros nuevos de temporada y abrigos recién sacados de la tintorería para usarlos por los ventosos días y las ocasionales lluvias.
Él empieza a reunir periódicos para su calefacción en su callejón, logra sacar de la basura unas latas de metal donde encenderá algún fuego para mantenerse caliente en ese pórtico que estratégicamente ha hecho su sitio de descanso nocturno, pero este año hay algo diferente, además de menos personas en las calles y más viento y frío, él está más viejo. Ha desmejorado bastante, como si eso fuera posible, y tose copiosamente.
Con algún vendedor ambulante que no ha tenido suerte en su venta ha conseguido unas castañas calientes que le ha regalado, eso es un festín para nuestro amigo. Este vendedor le increpa por el portafolio de fino cuero y le dice que con una buena limpieza podría venderlo a buen precio para conseguir un sitio donde pasar el frío invierno, a lo que él solo mueve la cabeza en negativa sin decir ni media palabra.
Nuestro amigo en años pasados encontraba la ayuda de las asociaciones humanitarias que daban albergue y alimentos a muchos indigentes y vagabundos, algunos prisioneros de los más bajos vicios que azota la humanidad. Por lo menos unas tres veces por semana lograba un plato de sopa caliente y un catre donde descansar por las noches, un excusado digno y si le apetecía una ducha.
Pero era un problema lidiar con los adictos que necesitaban igual o más ayuda que él mismo. El vicio los había llevado a dejar de ser “humanos” en algunos aspectos, dispuestos a todo por conseguir su próxima dosis, primero le ofrecían hasta sus cuerpos a cambio de dinero (como si él tuviera) para las más bajas pasiones; al no resultar, lo amenazaba con robarle el maletín de cuero, por lo que nuestro personaje muchas veces no dormía, aunque tuviese un catre medianamente cómodo esa noche, por cuidar lo que parecía ser su única y más preciada pertenencia en el mundo.
Enfriaba el clima y las lluvias se convertían en ventiscas, mientras en muchas plazas se podían apreciar las clásicas luces tintineantes de las fiestas de fin de año; en aquel callejón húmedo, ahora más que nunca, se podía apreciar unos pequeños botes de metal con una crepitante llama que intentaba calentar un bulto mugriento envuelto en mil capas de periódicos viejos.
Logró conseguir en el basurero de alguna tienda departamental unos cartones que tenía colocados como colchón para aislarlo del mojado y frío suelo del callejón donde se alojaba. En ocasiones se podía ver una especie de olla improvisada con otra lata donde ponía agua a hervir para calentar sus entrañas, si había corrido con suerte ese día quizá le agregaría algunas hojas de lavanda o naranja que había hurtado de un jardín de la zona de chalés elegantes en la ciudad.
Nunca pude descifrar cómo podía dormir abrazando los periódicos, sentado en los cartones y sosteniendo un intento de paraguas roto que usaba si llovía en las noches, que en invierno era casi siempre.
Al llegar las heladas de enero, nuestro amigo fue forzado a ir a un albergue por las inclemencias del tiempo. Ahí le diagnosticaron una pulmonía que debía tratarse, pero después de tomar algunas medicinas y pasar en vela un par de noches, agradeció los cuidados y la comida, pero regresó a su “suite” donde se sentía más seguro y “cómodo”.
Solo ese Dios errante del que hablamos al inicio sabe cómo sobrevivió esos tiempos para lograr ver otra primavera.
El sol calentaba un poco más las calles de la ciudad y al parecer nuestro personaje continuaría con su rutina, porque a eso no le llamaría vida. Por un corto tiempo logró un empleo para barrer y limpiar los callejones traseros del área de restaurantes que después del invierno se preparaban para la temporada principal de visitantes a la ciudad. Reparaba algunas mesas y sillas de esas minúsculas que colocan en las aceras las cafeterías fashionistas donde apenas caben un par de tazas de café. Con ello, pudo cambiar sus zapatos por otros de medio uso en mejores condiciones, comer mejor, porque aunque fuera al lado de los basureros en estos cafetines y restaurantes que le daban trabajo, aparte de ese par de billetes que le pagaban le ofrecían una comida completa, era algún sándwich de mortadela o atún como siempre, pero con patatas a la francesa y un café o agua mineral. Era una comida que su cuerpo y espíritu le agradecían a nuestro amigo que trabajaba bien, siempre sin dejar de lado su portafolio de cuero que era el tema de conversación de sus empleadores.
Incluso se sintió tan optimista que en una ocasión pagó por su ducha caliente y pidió champú para el cabello, uno de los meseros de donde reparó varias cosas le obsequió una camisa que parecía el doble de la talla adecuada y un abrigo remendado y bastante viejo, pero que para él era como sacado de la última temporada del diseñador de modas más elegante, a lo cual se lo agradeció con una serie de caravanas y reverencias como si hubiera estado en la presencia de la reina Isabel de Inglaterra o del mismísimo Papa.
Todo parecía mejorar hasta que el dueño de una de las cafeterías le ofreció una muy buena cantidad de dinero a nuestro amigo por el maletín de cuero que parecía ser de 1920 o algo así, lo que hizo que nuestro personaje saliera corriendo a toda velocidad abrazando el portafolio con todas sus fuerzas y nunca más poderlo ver otra vez por esos lugares.
“¿Qué le pasa a este estúpido vagabundo?” -Dijo el propietario del cafetín,- “yo le estaba ofreciendo quizá el doble de lo que vale esa porquería solo por ayudarle y porque me gustan las antigüedades. ¡Debe estar loco de remate! No lo dejen entrar si se atreve a regresar y quemen esos andrajos que dejó el malagradecido”- dijo el dueño a todos sus empleados de forma dictatorial.
Así volvió a las calles nuestro amigo, aunque en realidad nunca salió de ellas, regresó a su vida de pordiosero, pero cada vez peor, ahora con un abrigo no tan andrajoso y sucio no despertaba el asco o lástima de los transeúntes como antes, por lo que no dejaban caer tantas monedas en el bombín… Se arrepintió de haber cambiado de ropa, pero nunca de haber salido corriendo de ese lugar y proteger su bien más preciado, su maletín.
En ocasiones se sorprendía a sí mismo perdido viendo el atardecer en alguna plaza. Habían regresado las palomas en la primavera y eso era bueno para él, a pesar de la mirada fustigadora de los que le rodeaban, con su abrigo nuestro amigo lograba de vez en cuando atrapar alguna, la que se convertiría en su cena ese día en el callejón.
Así pasaba sus días y semanas, su nombre era Asdrúbal, así se llamaba, o por lo menos así dijeron que se identificaba los socorristas que un día después de otras cuantas estaciones, la verdad no sé cuántas, lo encontraron hecho un nudo en ese callejón sin nombre, que habían reportado unos transeúntes porque despedía un olor fétido y se lograban ver numerosas moscas entrar y salir de él.
Esta es una historia más sin sentido de muchas que alberga esa gran metrópoli de una muerte de un indigente. De alguien que no se sabe a ciencia cierta de donde vino y que partió sin que nadie lo extrañe, parecía ser que al final Dios se había aburrido de verle sufrir o quizá ya no le divertía la extraña broma que era.
Pero en realidad esta es una crónica de Asdrúbal, un hombre que en ese estado de indigencia aprovechó su superpoder de la invisibilidad para plasmar una serie de retratos al carboncillo de gente común de la ciudad, lo que guardaba con tanto celo en su maletín era un sinfín de obras de arte en papeles amarillentos donde retrataba a familias en la playa, las plazas más bellas de la ciudad, como también las construcciones de algunas obras arquitectónicas más icónicas del lugar desde sus inicios.
Al ser rescatado el cuerpo inerte de Asdrúbal, los socorristas levantaron también el portafolio de cuero y lo abrieron para buscar alguna identificación del cadáver. Al hacer esto encontraron mucho más que una cédula de identidad, encontraron un montón de pliegos de papel para dibujo, algunos que parecían tener más de veinte años por lo menos.
Las personas encargadas de dar fin a los trámites en estos casos no sabían qué hacer con todo esto, a lo que afortunadamente a alguien se le ocurrió llamar a un trabajador social y este a su vez acudió al curador del museo nacional de la ciudad.
Este, el curador, al ver los dibujos quedó sorprendido y encantado, comparando estos con los retratos encontrados hasta del mismísimo Leonardo por la seguridad en los trazos del carboncillo y la fluidez de los mismos. Tomó algo de tiempo porque en realidad no se sabía nada del autor de estos maravillosos dibujos además del nombre “Asdrúbal Alarcón”.
En la actualidad, hay una sala reservada en el “Museu Nacional d’Art de Catalunya, MNAC” en Barcelona. Es tan prolífica la colección de Asdrúbal que cada cuatro meses se cambian los cuadros y dibujos para poder completar su exhibición a lo largo del año, siendo visitada por miles de personas desde que se abrió la sala.
En el callejón sin nombre donde se encontró el cuerpo y se evidenció que ahí pasó sus últimos años de vida el artista, se convirtió en monumento municipal, tratando de preservar todo cuanto tuvo el desprotegido hombre en su existencia, sus latas, incluso sus periódicos viejos han sido enmarcados como reliquias. Ahora ostenta una placa de bronce donde reza el nombre de nuestro amigo con unas palabras alabando su arte, palabras que suenan vacías al recordar un poco las carencias que vivió a lo largo de su existencia, para que los múltiples turistas que visitan el lugar puedan imaginar las condiciones de vida que enfrentó tan maravilloso artista.
Hay una mancha oscura en ese pórtico donde Asdrúbal pernoctaba, una hendidura en la piedra que fue hecha a lo largo de todo el tiempo que ocupó su “suite” donde descansaba y creaba un arte tan incomprendido que solo después de la muerte y por casualidad ganó reconocimiento.
Hubo personas que ofrecieron miles de euros por una de sus obras, algunos que estaban incluso retratados como si hubieran posado para el artista no sabían si sentirse halagados o perturbados por la exactitud de los trazos, pero nunca se ha vendido ni un solo trozo de papel de los que se sacaron de aquel maletín de cuero que parecía de principios del siglo XX.
Lo que sí se hizo fue colocar el maletín a la entrada de la sala permanente de la exhibición de Asdrúbal, para que fuese admirado por todos los que se daban cita para ver esa amplia gama de trazos y claroscuros donde majestuosamente se retrataba a la ciudad de Barcelona, parte de su historia y sus habitantes.
Para ello se dieron a la tarea de limpiarlo y restaurarlo para encontrar en él una inscripción grabada en el interior que decía: “Para mi hijo Asdrúbal, con amor de tu padre, que este portafolio te acompañe siempre conteniendo tu éxito”.
FIN
*Asdrúbal. Nombre muy original que cada vez es menos frecuente que significa 'el protegido de Dios'. Su origen es, nada más y nada menos, que cartaginés.